domingo, 10 de febrero de 2008

Onde a terra acaba e o mar começa

Abstraída, miraba por la ventana del autobús. Me resultaba curioso, que sin haber oído hablar de este lugar hasta tan solo unos días antes de mi partida, mi nerviosismo fuera en aumento. De repente una voz me sacó de mi ensimismamiento: Chegamos ao Cabo da Roca, o ponto mais ocidental da Europa.

Cuando bajé, mochila en mano, observé hacia donde se dirigían todos los pasajeros. Estaba segura de que aquel camino me llevaría al lugar. Sin embargo, aún deseosa de ir hacia allí, hice una parada en una pequeña tienda para turistas. ¿La razón? Era mi despedida… y, después de tanto tiempo, no quería despedirme: ¿por qué hacerlo si allí era feliz?

Tras observar minuciosamente cada recoveco de aquella loja, salí. Comencé a dar pasos por el camino de tierra observando la vegetación, que se disponía a modo de almohada debido a los embates del viento. Justo en ese momento se abrió ante mí una imagen que jamás olvidaré: un mar abierto, tan azul que no se es capaz de distinguir la línea del cielo.

El siguiente paso fue agarrarme, como el resto de viajeros, a la barandilla que limita el acantilado de más de ciento cuarenta metros de altura con la nada. El viento soplaba con tal fuerza, que batía a todo aquel que se acercara a disfrutar de ese magnífico paisaje.

Vi como la gente se alejaba e iba a la tienda de regalos. Ese lapso fue indescriptible: allí, sola, ante un mar que comienza y no acaba… Entonces llegó el momento de despedirse. De mis labios salió tan solo una frase: prometo conseguir todo lo que me proponga.

A día de hoy, cada vez que siento que no puedo con algo, mi imaginación me traslada a ese instante en el que me sentí con fuerzas de ser lo que quisiera. No era el lugar, ni lo que había vivido allí, ni tan siquiera ese sentimiento que me invadía, sino lo que había aprendido. Había aprendido a ser yo, sin límites, sin miedos…

sábado, 9 de febrero de 2008

Si los dados de la fortuna hubieran caído de otra manera

Tuve la oportunidad de leer por primera vez “La señora Dalloway” en el año 2003. Cuando llegué a la página 32, descubrí unas líneas que encerraban una verdad que iba más allá de su época, cuya visión nos trasladaba a la actualidad.

Sí, porque no se la odiaba a ella sino al concepto de ella, y, sin duda alguna, este concepto llevaba incorporadas muchas cosas que no eran de la señorita Kilman; y la señorita Kilman se había convertido en uno de esos espectros con los que se lucha por la noche, uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la mitad de la sangre, dominadores y tiránicos, pero, sin la menor duda, si los dados de la fortuna hubieran caído de otra manera, más favorable a la señorita Kilman, Clarissa la hubiera amado. Pero no en este mundo. No.

Tan solo 83 años atrás y arrastrada por una enfermedad, Virginia Woolf consiguió comprender que la cara de la moneda que hoy podía ver la luz del día, mañana podría ser la cruz. Entendió el concepto de libertad, que ni tan siquiera ella tuvo oportunidad de conocer, y en un halo de aroma trasladó su visión a una sociedad que odiaba su significado: el significado de la felicidad.