Abstraída, miraba por la ventana del autobús. Me resultaba curioso, que sin haber oído hablar de este lugar hasta tan solo unos días antes de mi partida, mi nerviosismo fuera en aumento. De repente una voz me sacó de mi ensimismamiento: Chegamos ao Cabo da Roca, o ponto mais ocidental da Europa.
Cuando bajé, mochila en mano, observé hacia donde se dirigían todos los pasajeros. Estaba segura de que aquel camino me llevaría al lugar. Sin embargo, aún deseosa de ir hacia allí, hice una parada en una pequeña tienda para turistas. ¿La razón? Era mi despedida… y, después de tanto tiempo, no quería despedirme: ¿por qué hacerlo si allí era feliz?
Tras observar minuciosamente cada recoveco de aquella loja, salí. Comencé a dar pasos por el camino de tierra observando la vegetación, que se disponía a modo de almohada debido a los embates del viento. Justo en ese momento se abrió ante mí una imagen que jamás olvidaré: un mar abierto, tan azul que no se es capaz de distinguir la línea del cielo.
El siguiente paso fue agarrarme, como el resto de viajeros, a la barandilla que limita el acantilado de más de ciento cuarenta metros de altura con la nada. El viento soplaba con tal fuerza, que batía a todo aquel que se acercara a disfrutar de ese magnífico paisaje.
Vi como la gente se alejaba e iba a la tienda de regalos. Ese lapso fue indescriptible: allí, sola, ante un mar que comienza y no acaba… Entonces llegó el momento de despedirse. De mis labios salió tan solo una frase: prometo conseguir todo lo que me proponga.
A día de hoy, cada vez que siento que no puedo con algo, mi imaginación me traslada a ese instante en el que me sentí con fuerzas de ser lo que quisiera. No era el lugar, ni lo que había vivido allí, ni tan siquiera ese sentimiento que me invadía, sino lo que había aprendido. Había aprendido a ser yo, sin límites, sin miedos…
Cuando bajé, mochila en mano, observé hacia donde se dirigían todos los pasajeros. Estaba segura de que aquel camino me llevaría al lugar. Sin embargo, aún deseosa de ir hacia allí, hice una parada en una pequeña tienda para turistas. ¿La razón? Era mi despedida… y, después de tanto tiempo, no quería despedirme: ¿por qué hacerlo si allí era feliz?
Tras observar minuciosamente cada recoveco de aquella loja, salí. Comencé a dar pasos por el camino de tierra observando la vegetación, que se disponía a modo de almohada debido a los embates del viento. Justo en ese momento se abrió ante mí una imagen que jamás olvidaré: un mar abierto, tan azul que no se es capaz de distinguir la línea del cielo.
El siguiente paso fue agarrarme, como el resto de viajeros, a la barandilla que limita el acantilado de más de ciento cuarenta metros de altura con la nada. El viento soplaba con tal fuerza, que batía a todo aquel que se acercara a disfrutar de ese magnífico paisaje.
Vi como la gente se alejaba e iba a la tienda de regalos. Ese lapso fue indescriptible: allí, sola, ante un mar que comienza y no acaba… Entonces llegó el momento de despedirse. De mis labios salió tan solo una frase: prometo conseguir todo lo que me proponga.
A día de hoy, cada vez que siento que no puedo con algo, mi imaginación me traslada a ese instante en el que me sentí con fuerzas de ser lo que quisiera. No era el lugar, ni lo que había vivido allí, ni tan siquiera ese sentimiento que me invadía, sino lo que había aprendido. Había aprendido a ser yo, sin límites, sin miedos…